jueves, 1 de enero de 2009

Nostalgias...



Dicen que al hombre se le mide por su capacidad de soñar. Y ciertamente hay instantes en la vida en los que te paras a recordar y recordando, sueñas.

Sueñas con épocas pasadas, llenas de ilusión, luego... tu corazón añora todo aquello que viviste, todo aquello que dejo huella en tu alma, todo aquello que te llevo a ser el que eres, y acompaña cada paso que das.

No recuerdo cuando comencé a tener conciencia de mi mismo, siguiera soy capaz de recordar el mismo instante en que pronuncie mi primera palabra.

Curiosamente si soy capaz de recordar en el tiempo la primera vez que oí al viento gemir encerrado en una chimenea, mi primer encuentro con el mar, la noche que descubri las estrellas, en esas sublimes ocasiones, la sensación fue la misma. Miedo a lo desconocido, curiosidad y la extraña sensación de que no estaba solo, como si algo o alguien detras de todo aquello, me estuviese diciendo: “busca, todo este misterio es para tí”.

Que años aquellos, mi pequeño mundo se reducía a una azotea llena de hollín y macetas.

A la vieja señora concha, una enorme tortuga del Atlas de edad desconocida. Menuda mascota tenia, estaba tan blindada, y su concha era tan inmutable que aun en pleno verano, a pleno sol, tocar su arrugado perfil, parecía trabajo de marmolista, palpando la fría piedra que ha de pulir.

A veces se dejaba rascar su cabecita, e incluso en contadas ocasiones, como embajadora de gestos de buena voluntad entre el reino animal y el ser humano, comía tomate de mis manos.

Como olvidar el día en que comencé a hacer mis primeros descubrimientos, como aventurero de aquel mundo pequeño.

Rincones que ofrecían sus secretos a la curiosidad de un retoño de ser humano, de mofletes colorados y orejas separadas, que caminaba todavía inseguro, agarrándose a los hierros de las barandillas. Aventurándome en la intrincada selva de macetones, cargados de flores, donde hormigas y lagartijas, luchaban por vivir un rato al sol.

Donde de primavera en primavera, alguna cría de golondrina , pagaba la osadía de su curiosa impaciencia.

Patio de ecos y trinos mañaneros, quien volviera a sentirlos nuevamente, entre el sopor de un despertar inocente, y aquella sensación de los sentidos que traía dulce y lentamente, la voz de mama en la cocina, el olor del cafe, la maquinilla de afeitar de mi padre, gorgoteando en el agua.

Que curioso verdad... todo se magnifica con el tiempo, llegas a darte cuenta que el tamaño de las cosas es relativo.

Un dia visitas el lugar donde viviste y descubres la cruda realidad, aquello que creias tan enorme, se queda tan pequeño.

Aunque sigue siendo hermoso en el recuerdo.

Con su suelo inclinado, capaz de hacer rodar hacia la izquierda cualquier objeto que cayera en él.

Con su murete de chapa de contra-plaqué, que separaba la entrada de una pequeña cocina sin desagües, con una rustica pila de granito, y un hornillo con dos fuegos grandes y uno pequeñito, que no se por que pero a mi siempre me llamo la atención.

"No se por que me dan tanta ternura las cosas pequeñas, me transmiten un sentimiento especial de protección".

Incluso a pesar del remate de la mesa, las sillas, las cortinas, la nevera, la maquina de coser, el cuadro de boda y la foto del abuelo.

Supongo que no habra ningun hijo que no diga que mama estaba guapísima; “aunque en mi defensa diré que la mia, se parecía muchísimo a Elizabeth Taylor”. Papá mostraba el típico bigote de la época.

Aquél cuadro, estaba escoltado por otro mas emotivo, de mi abuelo Juan, un señor calvo... (debi salir a el), con gafas redonditas, de aspecto inteligente y afable, a quien no tuve la suerte de conocer, por que algo a lo que mi madre llamaba el movimientose lo llevo para siempre.

Sinceramente, durante muchos años no entendí nada.

Que recuerdos, la esfinge alada de la maquina de coser... Singer, dorada, cabeza y cuerpo de leon, alas de angel.

Pasaba el dia sacando historias sobre ella.

La radio de bujías completaba el cuadro, ofreciendo intrincados misterios a través de las rendijas de ventilación, con aquellas luces encendidas que adquirían tonos rojizos.

Mi mente infantil no comprendia, donde estaba las personas que hablaban desde dentro.

Bajo el estante de la “cocina” había un enorme cubo que recogía el agua del fregadero, mama se encargaba de vaciarlo regularmente, al fin de cada lavado de platos.

En la parte mas ancha del estante, habían un barreño de latón y una palangana, que hacían las funciones de bañera y de lavabo, ya que la casa carecía de cuarto de baño y el único lugar para el desahogo, estaba dos tramos de escalera mas abajo. En el patio interior. Y era compartido por otras dos familias mas, con la consiguiente falta de higiene, a pesar de lo cual jamás recuerdo otro olor dentro de aquel pequeño cubículo, que no fuese el de la humedad, olor, que debo reconocer que acompaño toda mi infancia.

La habitación interior, el dormitorio, era un espacio mas reducido, con el suelo haciendo la misma filigrana, donde una escupidera hacia de cuarto de aseo, y un armario al que las puertas se le abrían a medias, se apretujaba junto a una cómoda con espejo, en el que se reflejaban la cama de matrimonio, y un enorme crucifijo de madera, con su cristo, adornado siempre con una ramita de olivo; mi cama ,un mueble plegable que cada noche se abria, como un ritual pagano que entre grandes bostezos y parpados pesados por el sueño acababa con mi rostro en la almohada.

Dos grandes ventanas de madera a las que la lluvia de vendaval les jugaba malas pasadas terminaban el conjunto, coronado por una chimenea sin función, que hacia pender su agujero ciego sobre la cocina.

Así, hacinados en un pequeño rincón , con todo el lujo que podíamos permitirnos en aquella época, que a pesar de todo era feliz, vivía mi familia, barriendo el hollín que cada mañana nos regalaba la chimenea de la Africana, una pastelería que hacia colindar sus reales con los de mi pequeño mundo.

Que recuerdos aquellos, de asomarse cada tarde a la baranda, para ver pasar la gente por la calle, con sus vidas enfundadas en el alma.

A veces me gustaba esconderme en un pequeño hueco que quedaba en la esquina de la azotea, caprichoso recodo de uno de los pisos colindantes, allí me sentía protegido y seguro, jugaba con pequeñas cochinillas de la humedad, de esas grises que se hacen bolitas cuando las tocas.

Podía pegarme horas, sumido en mis pensamientos de niño, observando las nubes pasajeras, dejándome llevar por sensaciones, por olores, que en el aire son fragancias.

En verano, podía oler las rosas que crecían en los barreños, o los claveles que atestaban los balcones, que sensaciones, que magicos los grillos clamando su misterio, jamás pude atrapar ninguno, me daban pánico.

El mundo magico de los barreños de laton, transformados en enormes maceteros llenos de flores, en composiciones que habría envidiado el jardinero mas avezado.

Que arte tenia mi madre.

Aquella azotea, dominada por el blanco de la cal, los nidos de golondrinas, incrustados en tejas rojas, salpicadas de panes de moho blanco, verde, amarillento, en forma de “u”, con algunos rincones particularmente especiales.

Como aquel lugar del patio interior que siempre me atrajo como a un obseso, un lugar lleno de encanto para un pequeño villano como yo, había un trozo de pared derruida que había dejado un enorme hueco en la esquina de los dos muros colindantes.

Era un hueco tan grande que un pequeño mortal como yo, cabía en toda su humanidad, el lugar daba la impresión de firme y limpio, y para mi suerte, alguien lo había remozado un poco, dándole cal a la piedra desnuda. El polvo y el hollín se habían encargado del resto de mi felicidad, pues al ir acumulándose en el tiempo, asentaban en el suelo una pequeña capa de tierra, de la que germinaban al llegar cada primavera hierbajos que casi ocultaban el lugar dandome la intimidad deseada.

Aquel, aquel era un lugar donde refugiar mis secretos de villano, en su muda oscuridad, no creo que nadie tuviese mejor castillo en sus sueños, cuantas veces tenia mi madre que acercarme la merienda al lugar, aquel bendito pan con aceite de oliva y un poco de azúcar que tanto me gustaban.

Cuantos misterios guardados, tantos instantes vividos…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué grande era todo, sí, cuando éramos pequeñitos..
"Podía pegarme horas, sumido en mis pensamientos de niño, observando las nubes pasajeras, dejándome llevar por sensaciones, por olores, que en el aire son fragancias." ...
Ojalá toda la vida disfrutaramos de esos pequeños momentos de pensamientos y sueños entre nubes viajeras y errantes...
Precioso relato imagino que autobiográfico..
(K)