martes, 6 de enero de 2009

Memorias de un africano (Capitulo I Rwanda)



Capitulo I

Es inútil intentar recordar como llegue hasta allí, durante mucho tiempo me pregunte que me llevo a ese lugar, donde mi vida dio el vuelco, que me llevo a ser el proyecto de ser humano, que ahora soy. He caminado hasta gastar mis zapatos, y aún queda tanto camino por recorrer. No es que este cansado, tan siquiera es, que este pensando en parar a descansar un instante, solo es que a veces siento frío; frío, por esta soledad que siempre me acompaña, por que aun estando rodeado de tantas almas hermosas, aun estando acompañado de mis hijos y mi gente, se que hay muchos senderos de mi camino, que tendré que caminar solo. No es que me de miedo caminar, tan solo es que la soledad me da en la espalda, como un viento de invierno y siento frío.

Siempre había deseado estar en un lugar así, “Centro África” un lugar exótico, lleno de misterios, donde se unen la inmensa belleza de una tierra misteriosa, con el intenso drama de sus gentes.

Era el 14 de Enero de 1990, cuando puse mis pies por primera vez sobre el suelo de Kigali, la capital de Ruanda, nada hacia presagiar los momentos que habría de vivir y aun sigo preguntándome que fue lo que me llevo allí, que destino insondable llevo mi vida hacia ese lugar donde todo debería discurrir como una aventura terrible y hermosa, donde realmente la vida, me tenia guardado uno de los episodios mas inmensamente intensos de mi existencia.

Después de un par de días de asueto, fui trasladado desde la capital a un lugar llamado Mont - Nemba, un hermoso paraje situado junto al Lago Rugwero, que hace de frontera natural con el vecino país de Burundi. Allí varios poblados muy necesitados, se afanaban, en medio de tanta belleza, por subsistir en una de las zonas más pobres del sur del país, agobiados por enfermedades como la disentería y el botulismo. A ese lugar llegue yo, un Norteafricano con tintes Europeos,”mis rasgos son muy anglosajones”, y nada tenían que ver con aquel país y con aquella cultura.

Vivía cada paso, entre la fascinación y el interés, tan identificado con cada estampa, con cada situación. Tanto, que en algunos momentos, llegue a olvidarme de quien era, e incluso, que era lo que había ido a hacer allí.

Pasados unos meses, comenzamos a oír rumores, de que en el norte del país y en algunas de las aldeas fronterizas con Tanzania, estaban ocurriendo enfrentamientos tribales entre las dos facciones más dominantes en el país los Hutus y los Tutsi.

Los primeros formaban aproximadamente, el 90% de la población del país mientras los Tutsi se quedaban con una franja de población que rondaba entre el 7 y el 9% de la misma.

Como todo termina salpicando, y esta humanidad se sabe salpicar a si misma como nadie, un día cuando volvíamos de una de las aldeas a nuestro cargo, una intensa columna de humo negro, proveniente del siguiente poblado nos hizo presagiar, que esos vientos de guerra, tan traídos y llevados eran algo mas que vientos Cuando llegamos al poblado la visión era aterradora, el mismo Dante en sus infiernos escritos, había sido superado por un odio tribal, que posiblemente habría sido alimentado en algún despacho a miles de kilómetros de distancia, con el simple fin de vender mas armamento.

Cuerpos decapitados de jóvenes y ancianos, niños mutilados y degollados, ancianas asesinadas sin mas propósito que el de acabar con una raza, exterminar a aquellos que simplemente ocupaban un trozo de tierra de aquel lugar desde siempre y que ahora por conveniencias de alguien lejano, eran enemigos irreconciliables en una masacre que recordaba a los campos de concentración, de la segunda guerra mundial.

Allí en mitad de todo aquello, en mitad de una sinrazón tal, estaba yo un norteafricano, de rasgos anglosajones, con unas terribles nauseas por el fuerte olor a carne quemada, y sobre todo por la rabia y la impotencia de ver, como esta humanidad, a pesar de tanto que sufrió, a pesar de tanto maestro de lo que nunca debió ocurrir, después de tanta dictadura de tanto régimen totalitario, lo estaba consiguiendo de nuevo, nos estábamos superando a nosotros mismos; desgraciadamente no para lo bueno, desgraciadamente habíamos vuelto a fallar.

Allí en un confín de África, rodeado de tanta hermosura, perdido entre mis sueños, y con mis sueños perdidos, llore, como no lo había hecho jamás, y mirando al cielo pedí perdón.

Alguien, me dijo al contemplar tanto horror, “Dios a muerto, esto no lo puede permitir, esto no lo puede permitir”; recuerdo que me volví hacia el, con los brazos caídos, con las lagrimas brotando, y musite, “los únicos muertos, somos nosotros”, luego vomite. Corrí hacia alguien que pedía ayuda y comencé el macabro trabajo de unir cuerpos, y guardar en bolsas, mientras ese olor penetrante me calaba el alma, jamás lo olvidare, jamás olvidare el olor de la muerte, jamás.

El día había sido aterrador, parecía un matarife después de su trabajo, salpicado de sangre coagulada. Ni un solo herido, aquellos asesinos tribales, habían efectuado bien su macabra extinción, estaba destrozado, recuerdo la mirada de la doctora portuguesa, Maria, desesperanzada, vacía, llena de un intenso desasosiego. El resultado final de la masacre en números era terrible, 86 mujeres ancianos y niños, muertos, mutilados, degollados, y todas las mujeres del pueblo en edad fértil, secuestradas.

La técnica era efectiva y macabra, acabar con todos menos con las mujeres que luego de secuestradas, eran violadas y obligadas a vivir como esclavas, de este modo se aseguraban dos cosas, el genocidio étnico de los Tutsi y la imposibilidad una nueva expansión de la raza por medio de un cruce cruel y forzado.

Salimos del poblado en dirección a nuestro campamento con el alma en los pies, mientras los paracaidistas franceses tomaban el mando de la situación.

Habíamos caminado unos kilómetros, las sombras de la tarde se alargaban y la penumbra mordía con su velo. A unos trescientos metros del Jepp, caída cobre la cuneta, la sombra de una persona, destacaba sobre el polvo rojizo del camino. Paramos el vehículo y Maria, salto hacia la mujer con los ojos encendidos, después de tanta muerte, en su mirada, brillaba la esperanza de poder ser útil. Quizás esa sensación, habría pasado inadvertida en otras circunstancias, pero en aquel instante todos nosotros éramos conscientes de que la carrera de Maria, no era más que un canto a la vida, que le salía con rabia del alma.

Aquella mujer, sostenía en sus brazos a un niño muerto, degollado, nada se podía hacer ya por el, y poco mas se podía hacer por ella que darle el acomodo y la atención final, que se les da a los moribundos.

Se fue apagando con el día, mientras mi alma se ahogaba poco a poco, mientras mi corazón latía sin sentido.

Busque refugio entre las tiendas, poco a poco, con mil espinas clavadas en el alma, y llore; llore, como un niño sin madre, que añora su regazo.

El llanto oscureció mis pensamientos, y la oscuridad cegó mis sentidos, poco a poco me fui refugiando en mi interior, y sin saber como camine hacia mi tienda, me tumbe en el catre y me quede dormido, entre sopores y pensamientos, que me llevaban de un lugar a otro, preguntándome tantas cosas, que a penas si sabia responder a toda esa vorágine de dudas, sino con mas preguntas, mas dudas, y así, poco a poco me quede dormido.

No se que hora era, la luna estaba alta en el cielo, aun no me explico el por que la podía ver tan claramente a través del techo de la tienda, parecía que durmiese a la intemperie, algo hizo que me incorporase sobre mi lecho, tal vez un rumor, realmente no se que fue, pero lo que vieron mis ojos me hicieron abrirlos mas aun, quizás estaba loco, quizás estaba soñando, aun no lo se después de tantos años, aun no lo se, pero frente a mi, en la puerta de entrada de mi cabaña estaba aquella mujer que habíamos recogido aquella tarde, de pie, sonriendo, con su hijo en sus brazos, jugueteando con el pañuelo gris verdoso que cubría su cabeza.

Todo estaba confuso en mi cabeza, debía sentir miedo, y sentía paz, me levante, me acerque a ella, que amplio aun mas esa luna que en la cara formaba su sonrisa, de un modo tan tierno, tan lleno de paz, que me calo en el alma para siempre, jamás he vuelto a ver a nadie sonreír así, lo juro, jamás.

Una pregunta surgió de mi alma, simplemente musite, “¿por que, toda esta masacre; por que?”.

Había paz en aquellos ojos inmensos, me miro, sin perder la sonrisa, mirando fijamente, contesto; “Uno solo de vosotros que levante su alma por amor, una sola conciencia que despierte por nosotros, y todo esto habrá merecido la pena. Recuerda Juan, hasta el viento cuando pasa tiene un por que”.

Se llevo su mano a la boca y en un gesto inequívoco, me mando un beso, luego la mujer de amplia sonrisa giro sobre si misma y se marcho caminando Como el viento se perdió en las sombras.

A la mañana siguiente desperté, pensé que todo había sido un sueño, quizás lo fue, quizás no, pedí a mis compañeros que me ayudasen a enterar a aquella mujer en un lugar hermoso, yo mismo cave la fosa, y los enterré juntos a los dos, y encima de ellos plante un árbol, con la simple esperanza de que sus ramas den cobijo a aquella mujer y a su niño por toda la eternidad.

3 comentarios:

Terpsicore dijo...

Es escalofriante lo que has vivido, desde luego que eso marca de por vida.
Un abrazo, Juan.

Sintagma in Blue dijo...

Reconozco que no he podido pasar de medio post. Soy así de cobarde y de impresionable. Los humanos somos a veces aterradores.

Anónimo dijo...

Gracias por contarlo. Gracias. Ojala pudieramos leerlo todos. Ojala tomemos conciencia de una vez de lo que nos estamos haciendo. Dios mio, cuantas cosas "cotidianas" tenemos que no valoramos... cuanta "frustración" absurda.. cuando no sabemos valorar ni siquiera lo mas grande, la vida. Espero que nazcan en el mundo más personas como tu. Gracias.