viernes, 2 de enero de 2009

Nostalgias II


Dicen, que al hombre también se le mide por su capacidad de recordar, pues de este modo, jamás volverás a tropezar con la misma piedra. La verdad es que yo he aprendido a no seguir estas aseveraciones, que no por ser sabias, son siempre consecuentes con tu propia realidad.
Aún recuerdo aquellas tardes de verano, con aquel olor a mar, que traía el poniente, sentado en mi azotea, entre las sombras de las chimeneas, oyendo cantar a la brisa entre las tejas. Creo que allí aprendí a escuchar al viento. Por cierto, siempre he pensado que el viento se queja, cuando atrapado, grita en el interior de las oscuras chimeneas.
Siempre recordare, aquellas otras tardes de levante, surtidas de humedades neblinosas, que hacían que el hule de la mesa, se pegase a la piel, rodeado de aquel calor pegajoso y molesto.
Aun recuerdo la primera vez que amé, tal y como si fuera ayer.
¡Dios!, aquella niña, ya no recuerdo su nombre, tal vez no lo supe nunca, yo la llamaba, "la niña de los caracoles", no por que su pelo fuese rizado y rubio, no, simplemente por que nos dedicábamos a coger caracoles en los recreos del colegio.
Cada tarde, entre las hierbas del jardín del patio viejo, me quedaba perdido en su hermosura. Me encontraba con ella, y mi alma sonreía solo con verla, me temblaban el pulso, las canillas, como un flan me agitaba todo entero.
Aun recuerdo que un día toque su cara, para apartar el pelo de su rostro, ¡hay señor!, pase dos días temblando, ese rostro en mi piel quedo grabado.

Pero el tiempo y el destino son voraces, un curso no volvió por el colegio, y jamás volví a saber nada de ella.
Tenía tan pocos años y ya estaba, comenzando a sentir aquel vacío, que muchas otras veces he sentido.
Quizá sea esta, la famosa capacidad de recordar que tanto importa, y que sirve de tan poco en ocasiones.
Solo se que existió un amor de infancia, y otros muchos con tantas emociones, que al alma se le apilan los recuerdos.

Yo era un niño de balcones y tejas, que siempre escudriñaba en los rincones, palito en mano buscando un agujero, donde hubiese ubicado un hormiguero o el boquete de un cubil de arañas.
Jamás se me ocurrió tocar un nido, pues siempre respete lo que bullía, en aquellos cuencos desvalidos, mientras las golondrinas buscaban sustento.

Aunque he de reconocer, que alguna vez encaramándome a los tejados espié lo que pasaba allí dentro.
La primera vez que observe una cría de pájaro, quede sorprendido por lo indefensas que parecían y lo extraño de su apariencia, aunque, no fue eso lo que más me sorprendió aquel día. Lo más sorprendente fue, como se entero mi madre de que me hubiera encaramado al tejado. Que regañina me dió.

En la planta baja del piso donde vivía, existían dos tiendas, una de ultramarinos, y otra de ropa, la tienda de ropas casi cuarenta años después aún permanece, en aquellos tiempos se llamaba "La Favorita".
Vendía ropas de bebe, canastillas, etc.…, la otra era una tienda de ultramarinos, con un dueño montañés, empeñado en aseverar en un juego infantil , que tenia mas madres que yo, y yo como un iluso me pillaba unos enfados insolentes, pues no podía soportar que alguien tuviera mas madres que yo. Madre mia, como somos los humanos.

En el portal, existía y existe un despacho de pan, que por aquellos tiempos regentaba un matrimonio sin hijos, seria quizás una de las razones que hacían que su cariño por mi fuese tan grande.
El caso es que cada día cuando pasaba por delante de ellos me comían a besotes, y me regalaban un manojo de piquitos de aquellos largos para la merienda.
Confieso que esos piquitos largos aún me vuelven loco.
La puerta contigua al despacho de pan, era el cuarto de contadores y buzones, que daba acceso por una escalera privada, a la casa de la dueña y a la de su realquilado más ilustre.
Solía ser un militar de rango, que se acomodaba en una casa de construcción muy antigua, prácticamente igual a la de la dueña del edificio, con balcones floreados de geranios, con tantas habitaciones y cuartos de aseo, que a mi se me hacía interminable recorrerlas; además el suelo de aquellas casas estaba totalmente horizontal, cosa que en un principio chocaba mucho a mi intelecto, cuando la realidad cotidiana era muy distinta para mi.
La cocina de aquellas viviendas, era tan enormemente grande que incluso comían los del servicio en ellas, y estaban repletas de alacenas y utensilios a los que yo, desconocía el uso.
Siempre pensé que aquel mundo seria algo inalcanzable para un chico de mi estatus social, que recibía el cariño y el respeto de todos los vecinos por ser el mas pequeño del edificio, nunca me demostraron que existiesen diferencias entre los de abajo y el de arriba, pero yo, aunque nunca lo dije, siempre supe que alguna diferencia existía, pues siempre pensé que en casa jamás cenábamos lonchas de jamón cocido, en plato de porcelana, ni me untábamos queso fresco y membrillo en tostadas.
Pasado el cuarto de contadores, el primer patio interior, era un lugar extraño, lleno de vidrieras veladas, que he de reconocer que a mi me daba un poco de miedo, bueno…, mucho miedo, sobre todo en las tardes en las que me pasaba de hora y volvía entre las penumbras de la noche. Normalmente la luz de aquel patio, solo funcionaba de año en año, y cuando no lo hacia, a mama le tocaba bajar a por mi.
Estaba obsesionado con un almacenito que había bajo la escalera, por culpa de un sueño turbador, en el que era atrapado por un duende, en aquel recinto pequeñito.
La verdad es que aquel lugar durante el día era fascinante, trastienda de los dos negocios del edificio, lleno de cajas de refrescos y canastas de pan, vacías, donde algún que otro gorrión bajaba a saciar su apetito. Era el lugar perfecto para intentar atrapar uno, pero, jamás lo conseguí y ahora me alegro.
Tras el primer patio interior, subiendo los dos primeros tramos de escalera, estaba el siguiente, soleado y bello, lleno de macetas y nidos, allí vivía una señora muy mayor, Concha, que tenia una casita casi tan pequeña como la nuestra y compartía aquel w.c. comunitario con mi familia.
Quizás siempre mamá se ocupo de su limpieza, exactamente por esas dos razones, nosotros éramos más y ella mucho más mayor.
Todos los niños tienen dos abuelas, yo tenía tres, ella siempre me enseño cosas hermosas, llenas de sabios razonamientos y acrecentó mi mundo de ilusiones y fantasías con aquellos cuentos tan hermosos.
La vida es muy cruel con la belleza exterior de las personas, riéndose de ellas poco a poco. Y con aquella buena mujer, el tiempo había tornado el enorme regalo del destino, en las huellas que dejan sus pisadas.
Quizás, en justa reciprocidad un ser superior, había guardado otra belleza en su interior, belleza que irradiaba constantemente, con la humilde expresión aquel que siente, sin pararse a pensar en que conviene, entregando su alma a los demás.
Señor, cuantos recuerdos de tardes de verano, sentados a la puerta de su casa, escuchando contar diez mil historias, a veces las mismas, con los ojos muy abiertos.
Una mañana, allá por el otoño de mis nueve años, la puerta de su casa no se abrió y volví a sentir la misma sensación de vacío, el mismo dolor, ese dolor que la vida te regala cuando naces, pues te avoca a perder lo que mas quieres irremediablemente y sin piedad alguna.
Dicen que el hombre se mide por su capacidad de recordar, y recordando, hoy recordé cosas vividas, unas tristes y amargas, otras, que perduran en mi alma, como vagas caricias del pasado, no es triste recordar, tan solo enseña, que un día tu serás una hoja muerta.

3 comentarios:

Terpsicore dijo...

Joder, tienes muchas cosas que contar, Africanus y es genial poder leerlas.
Ay, qué prontito empezaste a saber lo que era el amor...jijiji..
Ya no se hacen esas reuniones en las puertas de las casas, donde las mujeres podían "dispersarse" un poco de sus labores diarias y los niños jugar algo más de tiempo en la calle y escuchar a escondidas lo que dicen los mayores.
Un besazo, sin Peligrus.

Africanus Peligrosus dijo...

Y la soledad periscopio, y la soledad
Muassssssssck

Anónimo dijo...

tu escrito,me lleva a los olores de la niñez,cuando empezamos a oler la vida y que razon tienes se quedan grabados en nosotros un muxu africano del norte